Aunque apareció en Holanda en 1608, el telescopio haberse inventado antes de esa fecha en Italia o, quizá, en España. Algunos historiadores apuntan a un tal Joan Roget, “viejo artesano débil y cansado” de Girona
El 25 de septiembre de 1608, un humilde artesano de Middleburg se
atrevió a molestar al príncipe holandés Mauricio de Nassau con un tubo
de latón en apariencia inofensivo. Era Hans Lipperhey.
Por aquel entonces, el territorio holandés estaba sumido en una cruenta
guerra civil. Los bandos enfrentados eran, por una parte, las fuerzas
españolas ocupantes –católicas–, y por otra, las provincias rebeldes del
Norte –protestantes–. En una de las débiles treguas, el príncipe mostró
el ingenio a los dirigentes de las otras provincias, así como al propio
comandante en jefe de las tropas españolas, el muy sorprendido marqués
Ambrosio Spínola, que según afirman exclamó: "A partir de ahora no podré
estar más tiempo seguro, ya que me verás llegar a lo lejos".
La mayoría de libros de texto y divulgación que
podemos consultar hoy en día siguen otorgando la paternidad del
telescopio a Hans Lipperhey
No habría de pasar ni un año para que los entonces denominados como
“vidrios para espiar” se extendieran como la pólvora por toda Europa. En
julio será otro hábil artesano, el italiano Galileo Galilei,
el que tenga preparado su propio telescopio para impresionar con él al
Senado veneciano oteando el horizonte desde el campanario de la catedral
de San Marcos. Aunque sólo magnificara tres veces, será más que
suficiente como para que Galileo sea contratado de por vida. Lo que
ocurrió después es de sobra conocido: A Galileo le tiró más la ciencia
que la milicia y, con instrumentos de hasta treinta aumentos, reveló
secretos del cielo tales como las fases de Venus, las altas montañas
lunares o los cuatro satélites principales de Júpiter, así como la
extraña forma de Saturno o las enigmáticas manchas solares.
Pero volvamos a Hans Lipperhey. Pocos días después de su entrevista
con el príncipe Mauricio patenta –o, al menos, lo intenta– su invento y
se le adjudica un jugoso contrato. Aunque poco dura la alegría en casa
del pobre porque al telescopio le salen padres por toda Holanda: Jacob
Metius, Zacharias Janssen y hasta un tercer artesano de apellido
desconocido muestran cosas parecidas o idénticas. A falta de pruebas de
ADN, las autoridades holandesas declinan conceder la patente. Y es que
casi cualquiera podía construir un catalejo si tenía las lentes
apropiadas: una cóncava –el ocular– y una convexa –el objetivo–. El uso
de lentes cóncavas y convexas como anteojos se remonta a mucho tiempo
atrás. Alrededor de 1286 ya aparecen en Italia, y las primeras eran
recomendadas “para jóvenes”, pues corregían la miopía, y las segundas
“para distintas edades adultas”, pues corregían la presbicia. La
cuestión estribaba, entonces, en saber a quién se le había ocurrido
primero la feliz idea de poner una delante de la otra. Dicen que dijo
Lipperhey que fueron sus hijos quienes, jugando traviesamente con
algunas de sus lentes, habrían descubierto su poder magnificador de
forma accidental mirando la veleta de una torre. Pero mucho más
sugerente y misteriosa es la afirmación del milanés Girolamo Sirtori,
que habría escrito que un desconocido comprador de lentes las habría
colocado juntas en el taller delante de Lipperhey para comprobar su
calidad. Lipperhey, intrigado, habría hecho lo mismo una vez cerrada la
venta, encontrándose con la inesperada sorpresa.
Sirtori no era el único italiano interesado en el próspero negocio de
los vidrios para espiar. Primero su compatriota Giovanni Battista Della
Porta –un prestigioso inventor napolitano–, y posteriormente el
florentino Rafael Gualterotti reclamarán su paternidad. También lo hará
el mismo Galileo –tan genial como soberbio–, en discusión epistolar con
los anteriores.
Pero es Sirtori el que en 1612, en uno de sus libros
acerca de la invención del telescopio, aporta una pista tan sugerente
como enigmática. Allí nos transporta a 1609, año en el que conoce en
Girona a un “viejo artesano débil y cansado” al que denomina Roget,
fabricante de anteojos, afirmando que éste le mostró, además de la
armadura de su telescopio –muy enmohecido por el paso del tiempo–, las
fórmulas para su construcción así como “la anotación de las proporciones
con tres puntos.” Gracias a ello Sirtori afirmará haber perfeccionado
sus experimentos y redactado las tablas reproducidas en su libro para
fabricarlos.
¿Qué hay de cierto y qué hay de falso en este antiguo texto? ¿Existió
Roget? Sorprendido con la lectura del libro de Sirtori, un médico
oftalmólogo barcelonés –además de coleccionista de instrumentos ópticos e
historiador, Josep María Simón de Guilleuma– se sumergió literalmente a
mediados del siglo XX en los archivos catalanes de parroquias y
ayuntamientos en busca de información para identificar a los personajes
citados por el antiguo viajero italiano. Y el éxito le acompaña en sus
indagaciones, publicando sus hallazgos en el IX Congreso de Historia de
la Ciencia celebrado en 1959 en Barcelona. Según Simón de Guilleuma, un
tal Joan Roget sería el auténtico inventor del telescopio.
Galileo reveló secretos del cielo tales como las
fases de Venus, las altas montañas lunares o los cuatro satélites
principales de Júpiter
Sobre cómo habría llegado la idea de Roget desde Girona primero hasta
Italia y, posteriormente, hasta Holanda hay multitud de hipótesis a
cuál más inverosímil, pero que fueron entrelazadas con cierto criterio
por el británico Nick Pelling en el año 2008, y publicadas por la
revista History Today.
Aunque la mayoría de libros de texto y divulgación que podemos
consultar hoy en día siguen otorgando la paternidad del telescopio a
Hans Lipperhey, no sabemos a ciencia cierta si el telescopio comenzó
como un juego de niños enredando con lentes por un tubo, o bien fue
fruto del inmarcesible ingenio español que culminaría poniendo otro tubo
en el extremo de un mocho y llamándolo “fregona”. Pero quién sabe si,
durante los últimos cuatrocientos años, los astrónomos de todo el mundo
han estado mirando los cielos a través de ojos españoles. Es emocionante
pensarlo así.
Enrique Joven Álvarez es doctor en
Ciencias Físicas y trabaja como ingeniero en el Instituto de Astrofísica
de Canarias (IAC). Compagina sus tareas científico- técnicas con la
divulgación y la escritura de ficción. Ha publicado dos novelas con la
astronomía como eje principal: 'El Castillo de las Estrellas'
(RocaEditorial, 2007) y, recientemente, 'El Templo del Cielo' (RocaEditorial, 2013).